ROMANOS EN LA GALIA: UN BARCO ROMANO EN EL RÓDANO

 La recuperación de un barco hundido en el Ródano desvela la importancia de la urbe romana de Arelate como epicentro comercial en la Galia del siglo I.

Los romanos tenían un serio problema con los residuos, aunque para nuestros estándares actuales la suya era una basura muy estética. Su problema eran las ánforas. Necesitaban millones de esos cántaros cuellilargos para transportar vino, aceite de oliva y garo a lo largo y ancho del Imperio, y por lo general no reciclaban los envases. A veces ni siquiera se molestaban en descorchar las ánforas; les cortaban el cuello o el pico de la base, vaciaban el contenido y las tiraban. En Roma hay una colina formada exclusivamente por restos de ánforas.

Es el Monte Testaccio: dos hectáreas y 50 metros de altura básicamente de recipientes de 70 litros que en su día contuvieron aceite de oliva hispano. Se lanzaban desde la trasera de los almacenes que había a lo largo del Tíber. Los arqueólogos españoles que han excavado el vertedero creen que el montículo empezó a elevarse en el siglo I, cuando también el Imperio alcanzaba sus cotas más altas.

En torno a la misma época, los estibadores de Arles tenían otro sistema: tiraban los envases al río. En el siglo I esta ciudad del sur de Francia situada a orillas del Ródano era la próspera puerta a la Galia romana. Mercancías llegadas de todo el Mediterráneo se transferían allí a las bar­cazas fluviales que, arrastradas a la sirga Ródano arriba, abastecían los límites septentrionales del Imperio.

«Era una ciudad en la encrucijada de todos los caminos, donde llegaban productos del mundo entero», dice David Djaoui, arqueólogo del Museo Departamental del Arles Antiguo. El propio Julio César había otorgado carta de ciuda­danía a la población de Arles en pago a su apoyo militar. En el centro urbano actual, en la margen izquierda del Ródano, todavía se yergue el anfiteatro en el que 20.000 espectadores disfrutaban de las luchas de gladiadores, pero del puerto que financiaba todo aquello, y que ocupaba aproximadamente un kilómetro de la orilla derecha, no queda más que una sombra en el lecho fluvial: una ancha franja de basura romana.

Basura para ellos, no para nosotros. En el verano de 2004, un buzo que examinaba el vertedero en busca de tesoros arqueológicos reparó en un trozo de madera que asomaba del fango a cuatro metros de profundidad. Resultó ser el extremo de popa del costado de babor de una barcaza de 31 metros de eslora. La embarcación estaba casi intacta; la mayor parte seguía enterrada bajo las capas de lodo y ánforas que llevaban protegiéndola cerca de 2.000 años. En su interior guardaba su último cargamento y hasta unos cuantos efectos personales de la tripulación. Gracias a este y otros pequeños milagros –entre ellos otra «intervención» de Julio César–, la barcaza ha emergido de la basura para reanudar su última travesía, esta vez a cubierto en un ala novísima del Museo Departamental del Arles Antiguo.

El pasado mes de junio los restauradores se afanaban en la preparación de la barcaza para su presentación pública. Aquellos días me alojé durante una semana en una casita de piedra con vistas al Ródano. Arles no estaba todavía en temporada alta y las callejuelas de la ciudad estaban casi desiertas. El mistral soplaba sin tregua. Por las noches me despertaba el traqueteo de las persianas y el roce hueco de una botella de plástico rodando sobre la piedra del muelle.

Desde la azotea se veía la otra orilla del río, la derecha, en la que durante una estancia anterior el fotógrafo Rémi Bénali y yo mismo habíamos recogido dos herrumbrosos clavos artesanales, aunque tenían más de púa que de clavo.

Entonces, como ahora, no había en el muelle más que un gran contenedor de transporte, pero durante siete meses de 2011 aquel contenedor había servido de cuartel general de los buzos y arqueólogos que se pasaban los días entrando y saliendo del agua para aspirar el lodo que cubría la barca­za romana, serrarla luego a mano en diez partes y acto seguido sacarlas del agua una por una con una grúa. Los clavos que recogimos se habían caído de uno de los maderos empapados, lo que significaba que eran más o menos de la misma época –y seguramente del mismo estilo– que los usados para clavar a Jesucristo en la cruz.

Al contemplar las aguas del Ródano, grises, ominosas, revueltas, con remolinos tan rápidos como cambiantes, intenté imaginar por qué al­­guien querría bucear allí. No fui capaz. Tampoco lo fue Luc Long al principio. Él es el arqueólogo cuyo equipo descubrió la barcaza. Lleva decenios buceando en este río, pero aún no se ha reconciliado con el recuerdo de su primera inmersión.

Long, de 61 años, trabaja para el Departamento de Investigaciones Arqueológicas Subacuá­ticas y Submarinas (DRASSM) del Ministerio de Cultura francés. Había trabajado en pecios por todo el Mediterráneo cuando en 1986 su amigo Albert Illouze, buzo y buscador de pecios, despertó en su conciencia el remordimiento de no haber explorado el río de su infancia. Los arlesia­nos dieron la espalda al Ródano hace siglos, antes incluso de que las redes viarias y ferroviarias le restasen importancia comercial. Aprendieron a temerlo como fuente de inundaciones y enfermedades, y Luc se crió en esa tradición. «No me apetecía nada bucear en el Ródano», afirma.

Él e Illouze se sumergieron en el río una ma­­ñana de noviembre, enfrente del actual emplazamiento del museo. El agua estaba a unos 9 °C, llena de espumarajos y hedionda (en las inmediaciones había desagües de aguas fecales). No había más de un metro de visibilidad, lo que en el Ródano es todo un récord de transparencia. La corriente zarandeaba a Long con una fuerza que lo atemorizó. A unos seis metros de profundidad descubrió un tapacubos, atornillado a una camioneta. Despacio, con cierta aprensión, avanzó a tientas hasta la portezuela del conductor. En el asiento halló un ánfora romana.

Después, ambos se encontraron buceando sobre un vasto campo de ánforas. Long nunca había visto tantas piezas intactas juntas. Fue una revelación: desde ese momento se ha dedicado al estudio de los desechos romanos. Pero el Ródano sigue sin ser un lugar agradable para trabajar. Él y sus hombres tuvieron que habituarse a la oscuridad, la contaminación, los patógenos. Entre carritos de supermercado y coches accidentados, vivieron encuentros con siluros gigantes, unas bestias de hasta 2,50 metros que aparecían de las tinieblas para morder las aletas de los buzos.

Transcurrieron unos 20 años sin que nadie prestara demasiada atención a la labor de Long. En 2004, cuando su equipo descubrió la barcaza que bautizaron como Arles-Rhône 3 (previamente habían localizado vestigios de otras dos em­­barcaciones), ni se le pasó por la imaginación que pudiera haber presupuesto para reflotarla. Con ayuda de un colega serró una sección de la parte expuesta; este la analizó y reanalizó hasta con­vertirla en serrín. En 2007 tres arqueólogos más jóvenes, Sabrina Marlier, David Djaoui y Sandra Greck, tomaron el relevo del estudio de la nave.

Cuando ese año iniciaron las inmersiones en el pecio, Long procedió a examinar el resto del vertedero, unos 50 metros río arriba. Justo delante del casco urbano de Arles comenzó a localizar piezas de la ciudad: piedras monumentales, como el capitel de una columna corintia en la que pudo apreciar huellas de la erosión del mistral. También empezó a encontrar estatuas; una Venus aquí, un galo cautivo allá. Se corrió la voz. La policía aduanera francesa advirtió a Long de que quizá su labor fuese vigilada por ladrones de antigüedades. Cuando sus buzos hallaron una estatua a tamaño natural de Neptuno, dios del mar y de los marinos, esperaron a que anocheciese para subirla a tierra.

Antes de concluir la temporada de inmersiones, el buzo que había dado con la Arles-Rhône 3, Pierre Giustiniani, descubrió la estatua que trazaría el nuevo rumbo de la embarcación: un busto de mármol que parecía representar a Julio César, cuyos retratos son sorprendentemente escasos. Este podría ser el único existente de los que fueron esculpidos en vida de César, quizá tras la declaración de Arles como colonia romana, lo que supuso el inicio de siglos de prosperidad.

Hay que entender que Arles es una ciudad pequeña, incluso pobre, dice Claude Sintes, director del Museo Departamental del Arles Antiguo. El taller de locomotoras cerró en 1984; el molino de arroz y la papelera, la pasada década. Apenas si queda más que el turismo. Los visitantes acuden en parte por Van Gogh, quien durante una temporada pintó en Arles. Pero el subsuelo sobre el que se asienta la ciudad está «minado» del pasado romano: casi no puedes dar una palada en tu jardín sin tocar una piedra o una tesela romanas. La exposición organizada por Sintes a partir del busto de César, una vez que la noticia del hallazgo dio la vuelta al mundo, demostró que algunos de esos objetos tienen valor comercial. «La exposición fue todo un éxito –recuerda–. Cuando nuestra modesta ciudad recibió 400.000 visitantes, los políticos comprendieron que el potencial económico era enorme.»

En otoño de 2010, cuando la exhibición sobre César llegaba a su fin, esas mismas autoridades buscaban ya más proyectos culturales en los que invertir: la UE acababa de declarar Marsella, y toda la Provenza, Capital Europea de la Cultura 2013. Y Arles quería sacar tajada de aquella ac­­ción promocional. De repente se materializaron nueve millones de euros para ampliar el museo de Sintes con un ala nueva en la que exhibir una barcaza romana. Solo había una condición: el proyecto tenía que estar acabado en 2013.

El plazo suena razonable, si no sabes lo que es la madera antigua y el Ródano. El lodo había protegido las tablas de la Arles-Rhône 3 de la pu­­trefacción microbiana, pero el agua había disuelto la celulosa e invadido las células de la madera, convirtiendo la embarcación en una estructura blanda y esponjosa. «La madera se sostenía por el puro soporte del agua –explica Francis Bertrand, director de ARC-Nucléart, un taller de restauración y conservación de Grenoble–. Si se evaporase, toda la estructura se vendría abajo.» La solución sería dejarla unos meses sumergida en polietilenglicol y luego someterla a un proceso de liofilización, rellenándola gradualmente con el polímero antes de eliminar el agua. Pero habría que partir la nave en tantos pedazos como fuese necesario para que cupiesen en los liofilizadores. El proceso llevaría dos años.

Solo quedaba una temporada de excavación, 2011, para retirar la barcaza del Ródano. «El proyecto estaba condenado al fracaso», recuerda Benoît Poinard, buzo a cargo de la operación. En el Ródano solo se puede bucear desde finales de junio hasta octubre, cuando la corriente no es tan violenta. Y tres o cuatro meses no bastarían para rescatar la Arles-Rhône 3.

Entonces llegó 2011. Ese invierno apenas nevó en los Alpes; en primavera apenas llovió. El Ródano bajaba tan calmo que el equipo de Sabrina Marlier se lanzó al agua a principios de mayo. Ese mes la visibilidad alcanzó el metro y medio, algo inaudito. Trabajaron sin pausa hasta bien entrado noviembre. Terminaron a tiempo. «A las dos horas de acabar –apunta Poinard–, bucear en el Ródano se volvió misión imposible hasta el verano siguiente.»

Hacia el fin de la temporada, cuando los restauradores de ARC-Nucléart estaban desmontando la proa sobre el muelle, encontraron un denario de plata. El armador había sellado la pequeña moneda entre dos tablones con la intención de que trajera buena suerte. Y así fue, aunque 2.000 años más tarde.

Cuando la Arles-RhÔne 3 se hundió, llevaba a bordo 30 toneladas de piedras de cantería. Eran bloques de caliza planos e irregulares, de entre ocho y 15 centímetros de grosor. Procedían de una cantera situada 14 kilómetros al norte de Arles y probablemente su destino era alguna obra en la margen derecha, en la Camarga. Sin embargo, la proa apuntaba río arriba, lo que indica que en ese momento estaba atracada. Probablemente se la tragó una crecida repentina.

Cuando la crecida remitió, la nube de sedimentos que había levantado volvió a posarse en el fondo, cubriendo la barcaza con una capa de arcilla de no más de 15 centímetros. En esa arcilla el equipo de Marlier halló los efectos personales de los tripulantes: una hoz que usaban para cortar la leña para cocinar, un dolium (una gran tinaja de barro) partido por la mitad para que hiciese de hornillo; una fuente y una jarra gris. «Esto es lo que hace que este barco sea excepcional –dice Marlier–. Falta el capitán al timón, pero lo demás lo tenemos.» El mástil, con las marcas de las sirgas, es el hallazgo al que da más valor.

A esa especie de instantánea de la embarcación, los 900 metros cúbicos de lodo y desperdicios romanos que acabaron sepultándola añaden imágenes secuenciales de la realidad comercial de Arles. En el sótano del museo, recorrí con Djaoui largas galerías de ánforas. «Habrá que estudiar todo esto», dijo. Para entonces los arqueólogos ya habían devuelto al lecho fluvial 120 toneladas de fragmentos de cerámica, en el hoyo dejado por el pecio. Le pregunté por el destino de las piedras de cantería con las que la nave inició su último viaje. Pesaban demasiado para la barcaza restaurada, dijo; en su lugar, se habían usado réplicas. Djaoui me llevó a la parte de atrás del museo. Allí estaban las piedras, junto a un gran contenedor de basura, aguardando también ellas el momento de regresar al río.

National Geographic

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