LAS FRONTERAS DE ROMA

Las mismas defensas que sirvieron para protegerse durante siglos de las invasiones bárbaras acabaron precipitando la caída del Imperio.

Dando tumbos por una polvorienta pista forestal bávara, Claus-Michael Hüssen no quita el ojo de los árboles que quedan a su izquierda en busca de alguna referencia. De pronto aparca y se apea de la camioneta. Llena su pipa y consulta un mapa topográfico a escala 1:50.000.

Pipa en mano y con la cabeza inclinada hacia abajo, Hüssen, investigador del Instituto Arqueológico Alemán, cruza el camino y se interna en el denso sotobosque. Cincuenta metros más allá, a punto está de pasar por alto un montículo de tierra de un metro de altura por seis de anchura. Cubierto de piedras blancas y planas, describe una línea recta a lo largo del suelo del bosque.

Hace casi dos milenios era la línea que dividía el Imperio romano del resto del mundo. Aquí, en Alemania, esta elevación es cuanto queda de una muralla que en su día alcanzaba unos tres metros de alto y se extendía centenares de kilómetros bajo la recelosa mirada de los soldados romanos de las torres de vigilancia.

Debía de ser impresionante verla en aquel paraje deshabitado, 1.000 kilómetros al norte de la propia Roma. «Este muro estaba enfoscado y pintado –dice Hüssen–. Todo era perfectamente recto, al milímetro. Los romanos tenían muy claro cómo había que hacer las cosas.» Al medir otro tramo de muralla, unos alumnos de ingeniería localizaron una sección de 50 kilómetros que solo se curvaba 92 centímetros.

Hüssen mira al norte, dando la espalda al Im­­perio romano. A 200 metros, el siguiente cerro se yergue como una muralla verde. «Aquí está la frontera –afirma el arqueólogo–, y al otro lado hay unas vistas fantásticas de… nada.»

Una imponente red de murallas, ríos, fuertes y atalayas marcaba los límites de Roma. En el momento álgido del Imperio, en el siglo II d.C., Roma enviaba soldados a patrullar un frente que se extendía desde el mar de Irlanda hasta el mar Negro y atravesaba el norte de África.

El Muro de Adriano, en Inglaterra, es probablemente el segmento de muralla fronteriza más famoso. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1987, y en 2005 la Unesco lo combinó con los 550 kilómetros de la frontera alemana y los dos bienes se convirtieron en uno nuevo. Los expertos confían en que se sumen restos de otros 16 países. Esta iniciativa internacional quizás ayude a responder la pregunta de por qué levantaban murallas los romanos: ¿para proteger un régimen asediado por los bárbaros, o simplemente para marcar el límite físico del Imperio?

Definir y defender fronteras sigue siendo una obsesión en el mundo actual, en el que los políticos debaten la construcción de un muro entre Estados Unidos y México y los ejércitos se vigilan mutuamente desde las márgenes de la franja minada que separa las dos Coreas. Si comprendemos el porqué de la obsesión romana por las fronteras –y el papel que estas jugaron en la caída del Imperio– quizá nos comprendamos mejor a nosotros mismos.

En torno al año 500 a.C., Roma entró en un período de expansión continua que a lo largo de seis siglos transformó una modesta ciudad-estado de la turbulenta península Itálica en el mayor imperio que jamás ha conocido Europa.

El emperador Trajano fue un heredero entusiasta de esta tradición bélica. Entre los años 101 y 117 d.C. libró batallas de conquista en lo que hoy es Rumania, Armenia, Irán e Iraq, y reprimió con brutalidad las rebeliones judías.

A su muerte en el año 117, su territorio se extendía desde el golfo Pérsico hasta Escocia. Legó el Imperio a su hijo adoptivo, un senador hispano de 41 años de nombre Publio Elio Adriano, autoproclamado poeta y arquitecto aficionado. Cuando se encontró con un territorio tan vasto que Roma no alcanzaba a controlar, y con políticos y generales que lo urgían a seguir los pasos de su padre adoptivo, el nuevo emperador dio un giro al rumbo de Roma. «Su primera decisión fue abandonar las provincias nuevas y reducir pérdidas –explica el biógrafo Anthony Birley–. Adriano tuvo la inteligencia de comprender que su predecesor se había excedido en sus ansias de expansión.»

Esas políticas chocaban con un ejército acostumbrado a atacar y combatir en campo abierto. Peor todavía: minaban el corazón mismo de la identidad romana. ¿Cómo un imperio destinado a dominar el mundo podía aceptar que algunos territorios quedasen fuera de su alcance?

Es posible que Adriano reconociera que el apetito insaciable de Roma estaba reportando unos rendimientos decrecientes. Las provincias más valiosas, como la Galia o su Hispania natal, estaban llenas de ciudades y de fincas agrícolas. Pero algunas guerras no merecían la pena. «Poseedores de la mejor parte de la tierra y el mar –observó el autor griego Apiano–, [los romanos han] intentado preservar su imperio ejerciendo la prudencia, en vez de extender su dominio indefinidamente sobre tribus bárbaras tan miserables como improductivas.»

Que el ejército respetase a Adriano ayudó. El exmilitar adoptó la barba castrense, algo inaudito en un emperador romano. Más de la mitad de los 21 años de su reinado los pasó en las provincias y visitando las tropas en tres continentes. Se desocuparon enormes zonas de territorio, y el ejército se atrincheró a lo largo de las nuevas –y reducidas– fronteras.

Dondequiera que Adriano fuera, se erigía una muralla. «Así comunicaba a los expansionistas del Imperio que no se librarían más guerras de conquista», explica Birley.

Para cuando murió el incansable emperador en el año 138, la red de fuertes y calzadas concebidas en principio para abastecer a las legiones desplazadas se había convertido en una frontera de miles de kilómetros. Orgullosa constancia de ello dejaba el orador griego Elio Arístides poco después de morir Adriano: «Un campamento militar, como un baluarte, encierra el mundo civilizado en un anillo, desde las zonas habitadas de Etiopía hasta Fasis, y desde el Éufrates del interior hasta la isla más remota de poniente».

En esa «isla más remota de poniente» levantó Adriano el monumento que lleva su nombre, una muralla de piedra y turba que dividía Britania en dos. Hoy el Muro de Adriano es una de las secciones mejor conservadas y documentadas de la frontera de Roma. Los restos de esta barrera de 118 kilómetros atraviesan marismas y verdes pastos, y hay un tramo que discurre paralelo a una autopista de cuatro carriles.

Después de más de un siglo de estudio, los arqueólogos conocen el Muro de Adriano como ningún otro. Diseñado tal vez por el propio em­­perador en su viaje a Britania del año 122, expresaba con insuperable elocuencia su intención de definir los límites del Imperio.

En su mayor parte el muro de piedra tenía unas medidas que intimidaban: 4,50 metros de alto por tres de ancho. Aún hoy se distinguen los vestigios del foso de tres metros que corría en paralelo. Las excavaciones de las últimas décadas han sacado a la luz un obstáculo más para los in­­trusos: zanjas defensivas con estacas en su interior, situadas entre el foso y el muro. Una calzada facilitaba la respuesta militar a cualquier amenaza, y a intervalos regulares se abrían accesos, custodiados por torres de vigía cada 500 metros.

A escasos kilómetros de la muralla se extendía un rosario de fuertes separados por media jornada de viaje a pie. Cada uno albergaba entre 500 y 1.000 hombres, con capacidad de respuesta rápida ante eventuales agresiones. En 1973, durante la excavación de una zanja de desagüe en Vindolanda, un típico fuerte fronterizo, aparecieron montones de basura de la época romana bajo una gruesa capa de arcilla. El estrato lo había protegido todo, desde madera de construcción de 1.900 años de antigüedad hasta telas, peines de madera, calzado de cuero y excrementos de perro, gracias a la ausencia de oxígeno.

Al profundizar en las excavaciones aparecieron cientos de tablillas de madera, frágiles y finas como papel de fumar, cubiertas de textos que detallan la vida diaria en el Muro de Adriano: encomiendas de trabajo, turnos de guardias, peticiones de abastos, cartas personales… Las tablillas sugieren que montar guardia frente a esos «patéticos britanos», como describe un habitante de Vindolanda a los lugareños, no era un paseo, pero la vida en el fuerte tampoco podía considerarse un suplicio. Algunos militares vivían con su familia (entre el calzado exhumado aparecieron decenas de zapatos infantiles). Y comían bien: panceta, jamón, venado, pollo, ostras, manzanas, huevos, miel, cerveza celta y vino. También recibían envíos de sus casas.

Hoy los expertos se preguntan algo que sin du­­da ya se plantearon los soldados romanos en sus largas guardias, calados hasta los huesos por la lluvia inglesa. ¿Qué hacían allí? Las dimensiones del muro y el sistema de zanjas, baluartes y calzadas sugiere que existía un enemigo letal.

Sin embargo, la información procedente de Vindolanda no describe en absoluto una guarnición acosada. Al margen de unas cuantas pistas dispersas (como la lápida del infortunado centurión Tito Anio, «muerto en la guerra»), no hay referencias directas a confrontación alguna en la frontera britana. Ni siquiera se menciona el gran proyecto constructivo del norte.

«Se trasluce que hay algo en marcha. Hay encargos de cantidades ingentes de suministros, pero no aluden al muro en sí», dice Andrew Birley, director de las excavaciones de Vindolanda y sobrino de Anthony Birley, biógrafo de Adriano.

Si las murallas no estaban bajo una amenaza constante, ¿para qué servían? Desde que sociedades de anticuarios británicos organizaron las primeras excavaciones científicas del Muro de Adriano en la década de 1890, historiadores y arqueólogos han dado por hecho que las murallas eran fortificaciones militares diseñadas para repeler ejércitos bárbaros e invasores hostiles.

Durante decenios los temas de discusión se centraron en detalles tácticos: ¿lanzaban los soldados sus armas desde el muro o salían extramuros para combatir cuerpo a cuerpo? Después, en las décadas de 1970 y 1980, los arqueólogos que estudiaban las fronteras comprendieron que su visión estaba influida por el Telón de Acero. «En Alemania teníamos una frontera que parecía impenetrable –dice C. Sebastian Sommer, arqueólogo jefe de la Oficina de Conservación del Estado de Baviera–. Pensábamos en términos de aquí y allí, amigos y enemigos.»

Hoy es el turno de una nueva generación de arqueólogos. La increíble e ininterrumpida línea que es el Muro de Adriano quizá sea una excepción de 118 kilómetros que confirma una regla totalmente distinta. En Europa los romanos se valieron de las barreras naturales que ofrecían el Rin y el Danubio, cuyas aguas patrullaban con una potente armada fluvial. En el norte de África y en las provincias orientales de Siria, Judea y Arabia, el desierto mismo creaba una frontera natural. Las bases militares eran a menudo complejos instalados ad hoc para supervisar ríos y otras rutas vitales de abastecimiento. De hecho, la voz latina para denominar «frontera» es limes, que originalmente significaba camino patrullado. Nosotros seguimos usando el término: «límite», que proviene de limitis, plural de limes.

Los puestos de avanzada en ríos como el Rin y el Danubio o en las zonas desérticas de la periferia oriental y meridional de Roma a menudo tienen mucho de puesto aduanero o policía fronteriza. No habrían podido hacer nada contra un ejército invasor, pero servían para detener a contrabandistas, perseguir bandoleros o quizá recaudar impuestos. Los muros de Inglaterra y Alemania eran parecidos. «Las fronteras existían por motivos prácticos –dice Benjamin Isaac, historiador de la Universidad de Tel Aviv–. Eran el equivalente del alambre de espino de hoy: cortaban el paso a grupos reducidos de gente.»

La tesis de Isaac es que las fronteras se parecían más a ciertas instalaciones modernas que a las descomunales fortalezas medievales: «Fíjese en lo que está levantando Israel para aislar Cisjordania: su propósito no es impedir el paso al ejército iraní, sino evitar que la gente se vuele por los aires en los autobuses de Tel Aviv». Quizá protegerse de la amenaza terrorista no estaba entre los motivos de los romanos, pero había otros factores, igual que hoy. «Lo que Estados Unidos planea construir en la frontera con México tiene su enjundia –prosigue Isaac–, y eso que no busca más que interceptar a unas personas que solo pretenden ser barrenderos en Nueva York.»

Cada vez son más los arqueólogos partidarios de esta tesis. «El análisis de Isaac es el más aceptado –dice David Breeze, autor de Frontiers of Imperial Rome–. Las fronteras edificadas no necesariamente procuran detener ejércitos sino controlar los desplazamientos de la población.» El limes romano, en otras palabras, no debe verse como la barrera hermética que aislaba del mundo a una Roma fortificada, sino como un instrumento del que se valían los romanos para extender su influencia hasta el corazón del mundo bárbaro, como llamaban a todo lo que estuviese fuera del Imperio, por la vía del comercio y las incursiones esporádicas.

Durante siglos los emperadores mantuvieron la paz a fuerza de amenazas, disuasión y sobornos. Roma negociaba constantemente con tribus y reinos extranjeros, y en este sentido, la diplomacia creaba una especie de «zona de amortiguación» de reyes clientelares y caciques leales que aislaba la frontera de las tribus hostiles más lejanas. Las que caían en gracia podían cruzarla a discreción; las otras solo podían llevar productos a los mercados romanos con una guardia armada. Los aliados leales eran recompensados con obsequios, armas y asistencia militar. A veces también se alistaban en el ejército de Roma. En Vindolanda había unidades reclutadas en lo que hoy son el norte de España, Francia, Bélgica y los Países Bajos. Hubo barqueros iraquíes surcando los ríos ingleses bajo pabellón romano, y arqueros sirios vigilando la gris campiña.

También el comercio era una herramienta de política exterior: la Comisión Romana-Germana de Frankfurt, parte del Instituto Arqueológico Alemán, lista en una base de datos más de 10.000 piezas romanas halladas más allá del limes. En zonas tan distantes como Noruega o la actual Rusia han aparecido armas, monedas y artículos de vidrio y cerámica.

La política exterior romana se basaba en la vieja táctica del palo y la zanahoria, el castigo y la recompensa. Había premio para el alumno aplicado, pero también la venganza era una táctica importante de preservación del Imperio. Dedicaron siete años a vengar una derrota catastrófica sufrida en Alemania en el año 9 d.C. Tácito explica que, tras vencer en el campo de batalla, el general Germánico «se quitó el yelmo y rogó a sus hombres que perseveraran en la carnicería, ya que no querían hacer prisioneros, y solo la aniquilación de aquel pueblo pondría fin a la guerra».

Adriano también arremetió contra las poblaciones díscolas. En 132 reprimió una revuelta judía con una campaña larga y despiadada. Un historiador romano indicaba que la guerra se había saldado con medio millón de bajas judías, y añadía: «En cuanto a los muertos por inanición, enfermedad o incendio, es imposible establecer el número». Se cambió el nombre de la provincia, de Judea a Siria-Palestina, para borrar hasta el último vestigio de la rebelión.

Ante tamaña brutalidad, los enemigos de Roma sin duda se lo pensaban dos veces antes de pasarse de la raya, y nunca mejor dicho. «La Pax Romana no se gana simplemente después de una serie de batallas –dice Ian Haynes, arqueólogo de la Universidad de Newcastle–. Más bien, se reafirma una y otra vez con brutalidad.»

Al igual que el Muro de Adriano dibuja la versión más contundente de la frontera romana, una fortaleza abandonada del Éufrates capta de manera muy gráfica el momento en que las fronteras empezaron a desmoronarse. Dura-Europos era una ciudad fortificada en la frontera de Roma con Persia, su mayor rival. Hoy Dura se alza a unos 40 kilómetros de la frontera de Siria con Iraq, a ocho horas de Damasco en una ruta de autobús que atraviesa el desierto. Salió a la luz en 1920, cuando unos soldados británicos en combate con insurgentes árabes descubrieron por casualidad la pared policroma de un templo romano. Un equipo de la Universidad Yale y la Academia de las Inscripciones y Lenguas Antiguas, de Francia, armaron de palas y picos a cientos de beduinos para retirar toneladas de arena. «Era como la escena del Pozo de las Almas de Indiana Jones», apunta Simon James, arqueólogo de la Universidad de Leicester.

Diez años de excavación tenaz sacaron a la luz una ciudad romana del siglo III congelada en el tiempo. Las paredes de adobe y piedra todavía conservan fragmentos del enlucido, y entre sus palacios y templos está la iglesia cristiana más antigua que se conoce.

Fundada por los griegos hacia 300 a.C., Dura fue conquistada por los romanos casi 500 años después. Sus muros, altos y gruesos, y su ubicación, dominando el Éufrates, la convertían en un puesto de avanzada fronterizo perfecto. El extremo norte se amuralló y se convirtió en una «Zona Verde» en versión romana, con barracones, un imponente cuartel general para el comandante de la guarnición, unos baños de ladrillo rojo con cabida para mil soldados, el anfiteatro más oriental del Imperio, que se sepa, y un palacio de 60 habitaciones para los dignatarios.

Los registros de servicio indican que al menos siete destacamentos dependían de Dura. En uno de ellos había solo tres soldados; otro distaba unos 150 kilómetros río abajo. «No hablamos de una ciudad en peligro constante –me explicó James cuando la visitamos, antes de que la situación siria se deteriorase hasta el punto de imposibilitar las excavaciones–. Seguramente los soldados estaban más ocupados controlando a los lugareños que repeliendo asaltos y ataques.»

La tranquilidad no duró demasiado. Persia surgió como una amenaza importante en la frontera oriental del Imperio 50 años después de la ocupación romana de Dura. La guerra entre Roma y Persia estalló en 230 y se libró encarnizadamente de un extremo a otro de Mesopo­tamia. Pronto quedó claro que la estrategia fronteriza que había servido a los propósitos de Roma durante más de un siglo no tenía nada que hacer frente a un enemigo de proporciones considerables y que actuaba con determinación.

A Dura le llegó su hora en el año 256. Trabajando con un equipo francosirio de arqueólogos interesados en la historia prerromana del lugar, James ha invertido diez años en desentrañar los últimos momentos de la ciudad. Dice que los romanos por fuerza tenían que saber que el ataque era inminente, de modo que tuvieron tiempo de reforzar la enorme muralla oeste, apuntalándola con un terraplén inclinado que enterró parte de la ciudad, incluida la iglesia y una sinagoga de decoración espléndida.

El ejército persa acampó en el cementerio de la ciudad, a unos cientos de metros de la puerta principal de Dura. Al tiempo que las catapultas lanzaban piedras contra los romanos, los persas construían una rampa de asalto y socavaban la ciudad, confiando en derrumbar sus defensas.

Mientras se combatía con ferocidad en la su­­perficie, relata James, un escuadrón de 19 romanos irrumpió en un túnel persa. Una nube de gas venenoso bombeado al interior de la cámara subterránea les produjo una asfixia casi instantánea. Sus restos se cuentan entre las pruebas arqueológicas de guerra química más antiguas.

Los persas no lograron derribar la muralla de Dura, pero a la postre consiguieron tomar la ciudad, que luego sería entregada al desierto. Los supervivientes fueron ejecutados o hechos esclavos. Los ejércitos persas penetraron con decisión en las que fueran provincias orientales de Roma, saquearon decenas de ciudades, sometieron a dos emperadores y capturaron al tercero, el desventurado Valeriano, en 260. Se dice que el rey persa, Sapor I, usó a Valeriano de es­­cabel una temporada, tras la cual mandó que lo desollasen y clavasen su pellejo en una pared.

La crisis marcó un punto de inflexión. Hacia la época en que caía Dura, el equilibrio entre ataque, defensa e intimidación impuesto a lo largo de la línea fronteriza se venía abajo. Durante casi 150 años Roma se había apoyado en la frontera para cerrar los ojos a una dolorosa realidad: que extramuros había un mundo que estaba alcanzando un nivel similar al suyo, en parte gracias a los propios romanos. Los bárbaros alistados en el ejército imperial regresaban con conocimientos, armas y estrategias militares romanas, explica el arqueólogo de la Universidad Libre de Berlín Michael Meyer. Mientras Roma miraba hacia otro lado, las tribus bárbaras crecían y ganaban en coordinación. Cuando se retiraron tropas de todo el Imperio para responder a los persas, los puntos débiles de Alemania y Rumania fueron atacados casi al momento.

El legado de Adriano tenía los días contados. «Lo trágico de su estrategia es que los romanos concentraron la fuerza militar en la frontera –afirma Meyer–. Cuando los germanos la atacaron y sobrepasaron a las tropas romanas, el territorio entero quedó expedito.»

La inscripción de un altar que una brigada de obreros alemanes exhumó en Augsburgo en 1992 consigna un suceso que es una especie de epitafio de la gran idea de Adriano: el 24 y 25 de abril del año 260 los soldados romanos se enfrentaron a bárbaros llegados de allende la frontera germana. Vencieron los romanos, pero a duras penas. El comandante dedicó un altar a la Victoria.

Pero si se lee entre líneas, la historia es bien distinta: los bárbaros llevaban meses haciendo incursiones y regresaban a casa con miles de cautivos romanos, lo cual, apunta Hüssen, «indica que la frontera ya se está desintegrando».

El Imperio, encerrado dentro de sus muros, nunca volvería a ser seguro. Las presiones fronterizas acabaron siendo demasiado fuertes. En todo el territorio imperial las ciudades empezaron a levantar sus propias murallas. Los costes y el caos eran enormes. En dos siglos, el Imperio que había dominado un territorio mayor que la actual Unión Europea era historia.

National Geographic

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